El modelo autoritario y la educación
popular durante la dictadura de Onganía-Lanusse.
Profundamente conservadora y con una impronta franquista,
la dictadura de Onganía reprimió la actividad gremial y las universidades. Sus
asesores eran nacionalistas de derecha provenientes, por ejemplo, del Ateneo de
la República. La experiencia científica, los equipos y tendencias académicos,
las publicaciones, las modalidades pedagógicas democráticas que, sin dejar de
tener el sello de la exclusión del peronismo, se habían empezado a acumular,
fueron abruptamente interrumpidas. Renunciaron masivamente centenares de
profesores e investigadores y se produjo el éxodo, en algunos casos definitivo,
de gran parte de ellos, que fueron absorbidos por universidades y centros de
investigación extranjeros.
La Iglesia Católica desplegó su acción educacional en
áreas sociales, desde varias ramas de la organización pastoral Acción Católica,
que existían desde fines de la década de 1.920: AHAC (hombres), AMAC (mujeres),
JAC (jóvenes), AJAC (señoritas), APAC (profesionales), JUC (Juventud
Universitaria Católica), JEC (Juventud Estudiantil Católica). Este “apostolado
organizado” tenía una misión evangelizadora y pedagógica. Desde las posiciones
más democráticas de este movimiento, se crearon organismos como la Campaña
Mundial contra el Hambre y el Movimiento Rural de Acción Católica, que abrieron
un espacio de mucha importancia para el florecimiento de nuevas alternativas
pedagógicas progresistas. Desarrollaron modelos político-académicos y métodos
de enseñanza-aprendizaje que fueron evolucionando hasta encontrarse con la pedagogía de la liberación. Esta tendencia, originada en la obra del
pedagogo brasileño Paulo Freire, deriva del liberalismo católico socialcristiano
y se dirige a los sectores marginales, obreros y campesinos y en particular a
los adultos analfabetos. Se vinculó con el movimiento ecuménico y con los movimientos
revolucionarios latinoamericanos de la época.
El golpe de Estado de Onganía clausuró las
experiencias innovadoras en la educación pública, intervino las universidades y
reprimió al movimiento estudiantil. Una buena parte de
la producción y transmisión cultural que fue vedada a las universidades
encontró cauce en grupos de estudios e institutos privados. En esos espacios se
estudió la obra de Louis Althusser, Jacques Lacan, Jean Piaget y otros
intelectuales como Franz Fanon, Paul Nizan y Jean Paul Sartre. En los grupos
cristianos se leyeron los libros de Paulo Freire y los textos de la “teología
de la liberación”.
Los autores argentinos excluidos tanto de la universidad
reformista como de la universidad de la dictadura comenzaron a ser estudiados
en estos ámbitos. Se despertó un gran interés por la historia argentina y por
ensayistas e historiadores como Juan José Hernández Arregui, Arturo Jauretche,
Silvio Frondizi y Rodolfo Puiggrós, así como por los escritos de John William
Cooke. Jauretche tuvo enorme influencia educacional sobre la generación que
actuó en 1.973. La primera edición de Los
profetas del odio (y la yapa). La
colonización pedagógica apareció en 1.967. En ese año se publicaron Revolución y contrarrevolución en la
Argentina, de Jorge Abelardo Ramos; imperialismo
y Cultura, de Hernández Arregui; y la
Historia crítica de los partidos políticos argentinos, de Rodolfo Puiggrós.
Esas obras coincidían en el espíritu nacionalista popular
y revisionista, aunque tenían matrices ideológicas distintas. Jauretche
admiraba al pedagogo cordobés Saúl Taborda y criticaba a Mantovani, en el marco
de su confrontación con el grupo liderado por Francisco Romero. Decía que
Mantovani confundía la defensa de una educación humanista con la defensa de la
Facultad de Filosofía y Letras y rechazaba a la academia, el aislamiento de los
profesores universitarios respecto de los problemas del país y su exceso de
intelectualismo. Coherente con su origen radical, Jauretche vislumbró la
disociación entre democracia y nacionalismo popular. Sostuvo que tanto
Sarmiento como José Hernández debían ser aceptados como parte de la cultura
nacional, y defendió la escuela pública, laica y gratuita; insistió en la
necesidad de elaborar una pedagogía que se contrapusiera a la “colonización
pedagógica”.
Para Hernández Arregui, la educación de los jóvenes
estaba seriamente amenazada por ser un producto del poder de una oligarquía que
se ocultaba detrás de “potestades impersonales” como la educación primaria, la
secundaria, la Iglesia y el periodismo, y bajo formas genéricas como “enseñanza
libre”, “libertad de prensa”, “libertad de cultura”, “sindicalismo libre”, etc.
Hernández Arregui acusaba a los docentes y a los universitarios, aunque él
mismo era un universitario. Dentro de su crítica al funcionalismo acusó a Gino
Germani de tener una mirada uniforme incapaz de dar cuenta de las desigualdades
de la sociedad argentina. Esa observación era importante para la pedagogía
argentina: la aplicación de modelos que pretendían ser cada vez más universales
y controlados se mostraba incompatible con la complejidad de nuestra sociedad y
con los procesos educacionales que en ella se desarrollaban.
Hernández Arregui acusaba a los profesores secundarios y
universitarios de tener sus cabezas apolilladas, de haber descubierto a medias
lo nacional y de estar adheridos al pasado.
Hacia comienzos de la década de 1.970 la intervención
militar de las universidades permitió el ingreso de algunos sectores excluidos.
Las llamadas Cátedras Nacionales de la Universidad de Buenos Aires-que se
dictaban en dicha universidad- enseñaron científicos sociales nacionalistas
populares. Entre otros se destacaron el
sacerdote Justino O`Farrell- luego decano de Filosofía y Letras de la UBA en
1.973- y los sociólogos Gunnar Olson y Roberto Carri.
El sistema educativo nacional no tuvo grandes cambios
durante el período de Onganía, durante el cual se desarrolló dentro de un clima
represivo. El Ministerio de Educación de la Nación fue ocupado sucesivamente
por Carlos María Gelly y Obes, José María Astigueta y Dardo Pérez Guilhou.
Astigueta se rodeó de un grupo de especialistas formado por Alfredo Van
Gelderen, Jorge Luis Zanotti, Gustavo Cirigliano, Antonio Salonia, Emilio
Fermín Mignone y Alberto Taquini. Ese grupo trató de imponer una ley orgánica
de educación que fue resistida por los docentes. Fracasado ese intento,
programó una reforma muy semejante al proyecto Saavedra Lamas de 1.916, pero
tampoco llegó a aplicarse. Esta reforma era tecnocrática porque se ocupaba de
modificaciones formales sin hacerse cargo del problema de la época, que era la
deserción escolar, ni del conjunto de las disfunciones del sistema educativo,
que comenzaban a ser críticas.
Los docentes, que reclamaban ser consultados, estuvieron
siempre en conflicto con el gobierno de Onganía. Por su parte, el gremialismo
docente consolidó dos organizaciones nacionales, la Central Única de
Trabajadores de la Educación (CUTE), que expresaba sobre todo a los docentes
del interior del país, y que a comienzos de los años 70 se vincularía con la
Juventud Trabajadora Peronista y la izquierda combativa, y el Acuerdo de
Nucleamientos Docentes, que se apoyaba especialmente en los educadores de la
provincia de Buenos Aires. Estos organismos al unirse constituyeron la
Confederación de Trabajadores de la Educación de la República Argentina en
1.973.
En el período de Lanusse se creó por ley 19.682/72 el
Consejo Federal de Educación, presidido por el ministro de Educación de la
Nación, medida que no despertó simpatías en las administraciones educativas
provinciales. Respecto a la educación superior, el gobierno de Onganía-Lanusse
limitó el ingreso y comenzó a aplicar el proyecto elaborado por Alberto
Taquini, que tenía como objetivo central crear universidades pequeñas para
dispersar la población de las que estaban en proceso de masificación, en
especial la UBA. Ese proyecto tuvo problemas estructurales porque las nuevas
universidades no se ubicaron en entornos económico-sociales estimulantes, ni se
logró la emigración estudiantil hacia ellas, como se deseaba. Tampoco invirtió
el gobierno los recursos necesarios para construir centros prestigiosos,
atractivos y eficientes.
Las experiencias de educación popular que habían
fructificado en los 60, antes del golpe militar de Onganía-Lanusse, revivieron
a comienzos de los 70. Esta vez fue en hospitales y programas de psiquiatría
social donde se volvió a configurar una pedagogía que sintetizaba la
experiencia escolanovista, la freiriana y la de izquierda, a lo que se sumaba
el aporte de las diversas expresiones de la psicología social y el
psicoanálisis.
SITUACIÓN EDUCATIVA DURANTE EL AÑO
1.973:
Los niños que se identificaban con Mafalda en los años 60
fueron los jóvenes de los 70. La década arrancó con un espectro de
manifestaciones de una generación que quería cambiar a la Argentina y concluyó
en la dictadura de Videla con el profundo silencio que sucede a la represión.
El nacionalismo popular había vuelto a producir
manifestaciones pedagógicas desde fines de los 60 y fue la política de Estado
en el plano de la educación desde 1.973 hasta 1.975, es decir, durante el
tercer gobierno peronista. Dentro de esta tendencia hubo distintas posiciones,
todas las cuales estuvieron representadas dentro de la gestión del ministro
Jorge Taiana y lucharon entre sí. En esa gestión pueden distinguirse tres
períodos: en el primero fue hegemónica la influencia de la izquierda peronista, que propugnaba una pedagogía
nacionalista popular liberadora que sumaba fundamentos de la
pedagogía peronista desarrollada entre 1.945 y 1.955, alguna influencia del
liberalismo laico y un gran peso de la pedagogía de la liberación. Esta
tendencia logró desplegarse en cuatro áreas: la Dirección Nacional de Educación
de Adultos (DINEA), a cargo de Carlos Grosso y Cayetano De Lella; la Dirección
de Comunicación Social, encabezada por Andrés Zabala; la Dirección de Educación
Agrícola del ministerio, a cargo de Pedro Krostch, y las universidades
nacionales.
Con excepción de Grosso, los demás formaban parte de un
equipo de la Juventud Peronista que asesoró al ministro Taiana durante la
primera parte de su gestión. Entre otros, participaban Ernesto Villanueva,
Jorge Taiana (h) y Adriana Puiggrós.
Desde la DINEA, en coordinación con los gobiernos
provinciales se desarrolló el programa de educación de adultos más importante
desde aquellas primeras “escuelas de puertas abiertas” dirigidos por José
Berruti a principios de siglo. Entre otras experiencias realizadas en DINEA se
destacó la Campaña de Reactivación Educativa (CREAR). La Dirección de Educación
Agrícola desarrolló un modelo de educación/trabajo participativo y extendió su
labor a todo el país. La Dirección de Comunicación Social fue una experiencia
de vanguardia, precursora de un campo profesional que cobró importancia en la
década de 1.980. Publicaciones como El Diario de los Chicos, alcanzó el millón
de ejemplares, como radioteatros y televisión educativos, películas y discos
que fueron parte de la más importante experiencia de relación entre educación y
comunicación que ha habido en el país.
Perón en su exilio, tenía la idea de encomendar la
Dirección de la Universidad de Buenos Aires, al escritor de conocida posición
de la izquierda peronista, Rodolfo Puiggrós. Cuando asumió Cámpora al gobierno
cumplió con aquel mandato; muchas otras universidades nacionales fueron
dirigidas por intelectuales de la misma tendencia. Las reformas pedagógicas que
realizaron en las áreas de docencia, investigación y extensión universitaria
contó con el apoyo de los sectores progresistas peronistas, radicales y de
izquierda. La modernización curricular, la experimentación de nuevos métodos de
enseñanza-aprendizaje y los programas de vinculación entre la docencia, el
trabajo y la comunidad fueron importantes, pero quedaron opacados por la lucha
política que enfrentó a las tendencias del peronismo.
La derecha antiperonista se opuso
tenazmente a la reforma rechazando
desde el ingreso irrestricto y la introducción de contenidos vinculados con los problemas nacionales y populares,
hasta la tendencia antiacademicista y participativa. La derecha peronista
atacó duramente los contenidos de la reforma y disputó violentamente
el poder a la izquierda peronista, hasta que logró la intervención de las
universidades nacionales al comenzar la gestión de Isabel Martínez de Perón, en
septiembre de 1.974. Fue nombrado interventor de la Facultad de Filosofía y
Letras de la Universidad de Buenos Aires, el sacerdote Raúl Sánchez Abelenda
volviendo a una retrógrada situación académica desde este momento.
LA DICTADURA DE 1.976:
A partir del golpe militar de 1.976, que derrocó a Isabel Martínez de Perón, tres
flagelos asediaron a la educación: la represión dictatorial, el desastre
económico-social y la política neoliberal. Estos factores sumados produjeron la
situación más grave vivida en cien años de educación pública en Argentina,
echaron abruptamente del sistema educativo a los nuevos pobres y aumentaron los
problemas endémicos, como la deserción escolar y la repitencia. Los síntomas
más graves fueron la reaparición del analfabetismo, un problema ya casi
inexistente en el país, y el enorme aumento de la delincuencia infanto-juvenil,
que acompaña otro nuevo problema, el de los centenares de “chicos de la calle”.
Desde entonces, el promedio nacional de analfabetismo
supera el 15% ente los mayores de catorce años; el 37% de la población de
quince años y más tiene incompleta su escolaridad primaria; el promedio
nacional de la deserción de la educación básica es del 35%, aunque supera el
70% en algunas provincias; en 1.995 el 20% de los estudiantes repitieron el año
en los colegios secundarios argentinos.
Hay una situación insostenible en la enseñanza media,
convertida solamente en un lugar multitudinario de concentración de chicos que
no tienen posibilidades de trabajar ni otros lugares a donde ir. Pero poco se
puede enseñar. La voluntad de los docentes y directivos no alcanza para superar
los problemas edilicios, presupuestarios y burocráticos, y para contener a los
adolescentes que provienen de una sociedad en la cual los valores fundamentales
se están perdiendo sin ser sustituidos por otros nuevos.
DICTADURA EN LA EDUACIÓN:
El gobierno de Isabel Perón avaló el desarrollo de
las corrientes más retrógradas del Partido Justicialista e inauguró
un período de represión en la Argentina. La derecha peronista atacó al Ministerio de Educación del doctor Jorge
Taiana, quien debió renunciar en 1.974. Oscar Ivanissevich fue
nombrado en su lugar y volvió así a ocupar el mismo cargo que tenía treinta
años antes. Nombró rector-interventor de la Universidad de Buenos Aires a
Alberto Ottalagano, vinculado con la derecha peronista y con grupos de orientación fascista, y
juntos realizaron tareas de limpieza en el área educativa. El sacerdote Sánchez
Abelenda, quien los acompañó como decano interventor de la Facultad de
Filosofía y Letras de la UBA, construyó una imagen perfecta de aquella gestión.
La triple A y otros grupos parapoliciales
y paramilitares comenzaron acciones que
resultaron precursoras de la represión que
desataría poco después la dictadura
autodenominada Proceso de Reorganización Nacional.
La
oligarquía, los sectores financieros, los capitales trasnacionales y las
fuerzas armadas tomaron a su cargo restituir al país el orden económico,
político, social e ideológico, amenazado por el bloque nacionalista popular,
que había llegado al poder durante tres perturbados años.
Se proponían acabar con la alteración de las normas de
vida tradicionales y la convulsividad crítica de la sociedad, como condición
para regresar al pasado. Pero el viejo país de las vacas gordas y la escuela
sarmientina ya no podía resucitar.
Volver al pasado sólo era posible reprimiendo brutalmente toda
manifestación político-cultural progresista.
El 24 de marzo de 1.976 se produjo el golpe
de Estado, apoyado por sectores civiles adversos a los cambios. La represión
contó con el consenso pasivo de parte de la civilidad. En la trama
político-cultural argentina estaba muy arraigada la creencia de que el orden
autoritario solucionaría los problemas sociales frente a un pueblo míticamente
inculto y haragán, incapaz de gobernarse.
En los años siguientes, la política económica de la
dictadura de Jorge Rafael Videla, dirigida por el ministro José Martínez de
Hoz, atrajo circunstancialmente a sectores de la clase media y favoreció
estratégicamente al sector financiero. El país se volcó a la especulación. La represión más brutal de la historia argentina actuó contra el
movimiento obrero atacando sus bases económicas y sociales de sustentación y
sus expresiones políticas y sindicales, y contra el conjunto de las vertientes
progresistas y de los grupos revolucionarios.
La dictadura produjo decenas de miles de
muertos, desaparecidos, presos y exiliados. La figura del desaparecido pasó a
ocupar un lugar siniestro en el imaginario de los argentinos y marcó una huella
profunda en su cultura. La dictadura consideró la educación como un campo que
había sido especialmente apto para el florecimiento de la “subversión”. Para
contrarrestar tal antecedente, supo establecer una profunda coherencia entre
las política económico-social, la represión y la educación.
El autoritarismo de Estado y el
conservadurismo antiestatista oligárquico se confunden en este período con el
amanecer del neoliberalismo, comenzaron el estrechamiento del Estado y la
privatización de la función pública, el deterioro del empleo público, el
desmantelamiento de la industria nacional y la destrucción de la producción
cultural propia.
El personalismo autoritario y la educación
para la seguridad nacional:
Ricardo Bruera fue ministro de Educación de la dictadura
desde la asunción del gobierno militar en 1.976 hasta mediados de 1.977. Su
concepción pedagógica se caracterizó por una bizarra articulación entre
libertad individual y represión fundamentada en el personalismo, filosofía
de base aristotélico-tomista desarrollada por el español Víctor García Hoz. Bruera, que sostenía
que la libertad tiene
como precio el previo establecimiento
del orden, postulaba una modernización educativa donde primaran el conductismo y la
tecnocratización del sistema educativo. Se trataba de modernizar
la educación incorporando alta tecnología a una red educacional que estaría
centralizada y controlada desde instituciones privadas y organismos estatales.
El ministro exaltaba en sus discursos la “personalización” de la enseñanza y
prometía libertad, para después de la limpieza ideológica de los
establecimientos educativos.
Se dirigía a receptores existentes, ya que una buena
parte de la clase media estaba dispuesta a escucharlo. En vez de prestar
atención a la crueldad de las acciones que el régimen cometía en esos momentos,
se interesó en las promesas gubernamentales de dar a sus hijos una educación
para la libertad y el desarrollo individual.
El proyecto de Bruera ofrecía una educación basada en
teorías seudolibertarias que se ponían de moda, pero autoritaria y
meritocrática en su filosofía. La frivolidad de la clase media argentina fue la
base sobre la cual Bruera intentó levantar su edificio ideológico. El período
se caracterizó por la clausura definitiva de los proyectos educativos
democráticos que aún subsistían cuando asumió el gobierno dictatorial, por la
represión de funcionarios, docentes y estudiantes y por el comienzo del
traspaso de las escuelas a las municipalidades. En la caída de Bruera intervino
la exigencia de un lenguaje más directamente represivo por parte de las Fuerzas
Armadas.
En julio de 1.977, la Junta Militar aprobaba el Proyecto
Nacional. Este incluía los rasgos generales de la política educativa
que consideraba pertinente implementar el Ministerio de Planeamiento, a cargo
del general Díaz Bessone. El rubro enseñanza fue redactado por el doctor José
Luis Cantini, quien había sido ministro de Educación de los militares
Levingston y Lanusse. El documento delineaba la educación argentina “tomando como horizonte temporal el comienzo
del siglo XXI”, aunque su lenguaje y su concepción esencialista y
autoritaria revelaban un resurgimiento del más arcaico nacionalismo católico
argentino.
El profesor tucumano Juan José Catalán fue coherente con
esta visión y, asumió como ministro de Educación en junio de 1.977. Acorde con
la mística que acompañaba al proceso represivo, el nuevo funcionario manifestó
que las Fuerzas Armadas no representaban a un sector político sino que eran
depositarias de la responsabilidad histórica de revertir la decadencia y
desjerarquización que vivía el país. Aclaró que no se refería a las meras
manifestaciones callejeras, que consideraba controlables, sino a los cambios en
las relaciones jerárquicas-entre el patrón y el obrero, el padre y el hijo, el
profesor y el alumno-, que habían iniciado la destrucción y desintegración
social.
Según el ministro la crisis que vivía el país era
espiritual; por ello proponía una profunda renovación de nuestros hábitos
mentales y una adecuación de nuestras pautas de comportamiento a los valores
sustanciales de la cultura occidental y cristiana. Para alcanzar esa meta sería
necesario crear un “clima cultural” a través de la enseñanza y de los medios de
difusión.
En octubre de 1.977 el Ministerio de Cultura y Educación de la Nación publicó
un documento de circulación restringida, titulado Subversión en el ámbito educativo,
cuyas 76 páginas estaban acordes con la Doctrina de la Seguridad Nacional.
El folleto lleva la firma del ministro Catalán y sostiene
que ya es hora de incorporar en la educación y la
cultura conceptos tales como guerra, enemigo, subversión e infiltración.
Con la categoría subversión
se refiere explícita e implícitamente a las acciones
reivindicativas de la clase obrera y a los ataques a la propiedad, así como a
la desjerarquización de los roles tradicionales (generacionales,
sexuales, de clases, etc.), todo lo cual, considerado expresión de la
agresión marxista internacional, se extiende a la totalidad del
campo democrático y popular. Es guerra, en el
folleto, un conflicto que abarca enfrentamientos
entre las naciones, pero también entre “grupos sociales
organizados políticamente”. Ejemplos de esos enfrentamientos son
la lucha de clases, los ataques a la familia tradicional-como la promoción del
divorcio y la unión libre- y las organizaciones feministas, de ancianos o de
juventudes. El documento explica que la subversión trataba de establecer nuevos
vínculos pedagógicos y que la acción docente era el campo más propicio para su
avance. Por esa razón se debía desplegar la contrainsurgencia en la comunidad educativa, para detener
la “agresión total” del marxismo, que se apoyaba en los docentes, los
intelectuales, los medios de comunicación y la acción cultural en general.
Las universidades debían ser especialmente atendidas por los programas
contrainsurgentes, dado que en ellas se desplegaba la mayor potencialidad de la
infiltración marxista y peronista, vinculada con el reformismo universitario.
El documento señala que existían docentes que eran “custodios de nuestra
soberanía ideológica”, dando como ejemplo a Ottalagano e Ivanissevich.
Catalán era un hombre del régimen pero la jerarquía eclesiástica
prefirió colocar en el sillón del ministerio a alguien propio,
por lo cual fue reemplazado por Juan Llerena Amadeo. Este militante de la derecha católica
declaró que la educación
debería defender los
valores tradicionales de la patria, amenazados por el marxismo, que atentaba
contra la moral y la cultura argentinas. El catolicismo tradicionalista
que él representaba constituía la forma de pensar de los grupos más
privilegiados del país.
El ministro combinó los términos de esa doctrina con el
oscurantismo más recalcitrante. El rol del Estado fue definido como
subsidiario; en cambio se dio un lugar prioritario a la Iglesia y a la familia
como agentes de la educación. La cultura grecorromana, la tradición bíblica y
los valores de la moral cristiana eran los ejes sobre los que se educaría a un
hombre capaz de enfrentar el mundo. Los jóvenes aprenderían así a distinguir
entre el bien y el mal. Decía el ministro: “Y en esto soy intransigente. (…)
Sin Dios ni moral no hay país posible”.
Al igual que en otros momentos de la historia argentina, la oligarquía no consiguió
armonizar un programa educativo liberal-católico con la necesidad de imponer un
orden conservador para afianzar el programa económico, también liberal.
En el esquema de Llerena Amadeo,
como en el de Bruera, el más crudo autoritarismo era justificado por su carácter
de condición sine qua non para alcanzar la libertad. El Estado dictatorial
argentino fue altamente intervencionista en el sistema educativo.
Continuó la descentralización escolar y se transfirieron los establecimientos
primarios a las provincias y municipalidades sin los fondos necesarios para su
mantenimiento.
Se
pretendía romper el eje del sistema de educación pública para acelerar la
privatización. La prohibición de importación, publicación y venta de
libros considerados subversivos abarcó, dentro de una larga
lista, la obra del poeta chileno Pablo Neruda, junto con El Principito de Saint
Exupéry, los trabajos de Ma. Elena Walsh y Elsa Bornemann, las enciclopedias de
Salvat y Universitas, los poemas de Jacques Prevert y muchas obras de las
editoriales de Fondo de Cultura Económica, Siglo XXI y Amorrortu.