lunes, 22 de junio de 2015

El modelo autoritario y la educación popular durante la dictadura de Onganía-Lanusse.

Profundamente conservadora y con una impronta franquista, la dictadura de Onganía reprimió la actividad gremial y las universidades. Sus asesores eran nacionalistas de derecha provenientes, por ejemplo, del Ateneo de la República. La experiencia científica, los equipos y tendencias académicos, las publicaciones, las modalidades pedagógicas democráticas que, sin dejar de tener el sello de la exclusión del peronismo, se habían empezado a acumular, fueron abruptamente interrumpidas. Renunciaron masivamente centenares de profesores e investigadores y se produjo el éxodo, en algunos casos definitivo, de gran parte de ellos, que fueron absorbidos por universidades y centros de investigación extranjeros.
La Iglesia Católica desplegó su acción educacional en áreas sociales, desde varias ramas de la organización pastoral Acción Católica, que existían desde fines de la década de 1.920: AHAC (hombres), AMAC (mujeres), JAC (jóvenes), AJAC (señoritas), APAC (profesionales), JUC (Juventud Universitaria Católica), JEC (Juventud Estudiantil Católica). Este “apostolado organizado” tenía una misión evangelizadora y pedagógica. Desde las posiciones más democráticas de este movimiento, se crearon organismos como la Campaña Mundial contra el Hambre y el Movimiento Rural de Acción Católica, que abrieron un espacio de mucha importancia para el florecimiento de nuevas alternativas pedagógicas progresistas. Desarrollaron modelos político-académicos y métodos de enseñanza-aprendizaje que fueron evolucionando hasta encontrarse con la pedagogía de la liberación. Esta tendencia, originada en la obra del pedagogo brasileño Paulo Freire, deriva del liberalismo católico socialcristiano y se dirige a los sectores marginales, obreros y campesinos y en particular a los adultos analfabetos. Se vinculó con el movimiento ecuménico y con los movimientos revolucionarios latinoamericanos de la época.
El golpe de Estado de Onganía clausuró las experiencias innovadoras en la educación pública, intervino las universidades y reprimió al movimiento estudiantil. Una buena parte de la producción y transmisión cultural que fue vedada a las universidades encontró cauce en grupos de estudios e institutos privados. En esos espacios se estudió la obra de Louis Althusser, Jacques Lacan, Jean Piaget y otros intelectuales como Franz Fanon, Paul Nizan y Jean Paul Sartre. En los grupos cristianos se leyeron los libros de Paulo Freire y los textos de la “teología de la liberación”.
Los autores argentinos excluidos tanto de la universidad reformista como de la universidad de la dictadura comenzaron a ser estudiados en estos ámbitos. Se despertó un gran interés por la historia argentina y por ensayistas e historiadores como Juan José Hernández Arregui, Arturo Jauretche, Silvio Frondizi y Rodolfo Puiggrós, así como por los escritos de John William Cooke. Jauretche tuvo enorme influencia educacional sobre la generación que actuó en 1.973. La primera edición de Los profetas del odio (y la yapa). La colonización pedagógica apareció en 1.967. En ese año se publicaron Revolución y contrarrevolución en la Argentina, de Jorge Abelardo Ramos; imperialismo y Cultura, de Hernández Arregui; y la Historia crítica de los partidos políticos argentinos, de Rodolfo Puiggrós.
Esas obras coincidían en el espíritu nacionalista popular y revisionista, aunque tenían matrices ideológicas distintas. Jauretche admiraba al pedagogo cordobés Saúl Taborda y criticaba a Mantovani, en el marco de su confrontación con el grupo liderado por Francisco Romero. Decía que Mantovani confundía la defensa de una educación humanista con la defensa de la Facultad de Filosofía y Letras y rechazaba a la academia, el aislamiento de los profesores universitarios respecto de los problemas del país y su exceso de intelectualismo. Coherente con su origen radical, Jauretche vislumbró la disociación entre democracia y nacionalismo popular. Sostuvo que tanto Sarmiento como José Hernández debían ser aceptados como parte de la cultura nacional, y defendió la escuela pública, laica y gratuita; insistió en la necesidad de elaborar una pedagogía que se contrapusiera a la “colonización pedagógica”.
Para Hernández Arregui, la educación de los jóvenes estaba seriamente amenazada por ser un producto del poder de una oligarquía que se ocultaba detrás de “potestades impersonales” como la educación primaria, la secundaria, la Iglesia y el periodismo, y bajo formas genéricas como “enseñanza libre”, “libertad de prensa”, “libertad de cultura”, “sindicalismo libre”, etc. Hernández Arregui acusaba a los docentes y a los universitarios, aunque él mismo era un universitario. Dentro de su crítica al funcionalismo acusó a Gino Germani de tener una mirada uniforme incapaz de dar cuenta de las desigualdades de la sociedad argentina. Esa observación era importante para la pedagogía argentina: la aplicación de modelos que pretendían ser cada vez más universales y controlados se mostraba incompatible con la complejidad de nuestra sociedad y con los procesos educacionales que en ella se desarrollaban.
Hernández Arregui acusaba a los profesores secundarios y universitarios de tener sus cabezas apolilladas, de haber descubierto a medias lo nacional y de estar adheridos al pasado.
Hacia comienzos de la década de 1.970 la intervención militar de las universidades permitió el ingreso de algunos sectores excluidos. Las llamadas Cátedras Nacionales de la Universidad de Buenos Aires-que se dictaban en dicha universidad- enseñaron científicos sociales nacionalistas populares. Entre otros se  destacaron el sacerdote Justino O`Farrell- luego decano de Filosofía y Letras de la UBA en 1.973- y los sociólogos Gunnar Olson y Roberto Carri.
El sistema educativo nacional no tuvo grandes cambios durante el período de Onganía, durante el cual se desarrolló dentro de un clima represivo. El Ministerio de Educación de la Nación fue ocupado sucesivamente por Carlos María Gelly y Obes, José María Astigueta y Dardo Pérez Guilhou. Astigueta se rodeó de un grupo de especialistas formado por Alfredo Van Gelderen, Jorge Luis Zanotti, Gustavo Cirigliano, Antonio Salonia, Emilio Fermín Mignone y Alberto Taquini. Ese grupo trató de imponer una ley orgánica de educación que fue resistida por los docentes. Fracasado ese intento, programó una reforma muy semejante al proyecto Saavedra Lamas de 1.916, pero tampoco llegó a aplicarse. Esta reforma era tecnocrática porque se ocupaba de modificaciones formales sin hacerse cargo del problema de la época, que era la deserción escolar, ni del conjunto de las disfunciones del sistema educativo, que comenzaban a ser críticas.
Los docentes, que reclamaban ser consultados, estuvieron siempre en conflicto con el gobierno de Onganía. Por su parte, el gremialismo docente consolidó dos organizaciones nacionales, la Central Única de Trabajadores de la Educación (CUTE), que expresaba sobre todo a los docentes del interior del país, y que a comienzos de los años 70 se vincularía con la Juventud Trabajadora Peronista y la izquierda combativa, y el Acuerdo de Nucleamientos Docentes, que se apoyaba especialmente en los educadores de la provincia de Buenos Aires. Estos organismos al unirse constituyeron la Confederación de Trabajadores de la Educación de la República Argentina en 1.973.
En el período de Lanusse se creó por ley 19.682/72 el Consejo Federal de Educación, presidido por el ministro de Educación de la Nación, medida que no despertó simpatías en las administraciones educativas provinciales. Respecto a la educación superior, el gobierno de Onganía-Lanusse limitó el ingreso y comenzó a aplicar el proyecto elaborado por Alberto Taquini, que tenía como objetivo central crear universidades pequeñas para dispersar la población de las que estaban en proceso de masificación, en especial la UBA. Ese proyecto tuvo problemas estructurales porque las nuevas universidades no se ubicaron en entornos económico-sociales estimulantes, ni se logró la emigración estudiantil hacia ellas, como se deseaba. Tampoco invirtió el gobierno los recursos necesarios para construir centros prestigiosos, atractivos y eficientes.
Las experiencias de educación popular que habían fructificado en los 60, antes del golpe militar de Onganía-Lanusse, revivieron a comienzos de los 70. Esta vez fue en hospitales y programas de psiquiatría social donde se volvió a configurar una pedagogía que sintetizaba la experiencia escolanovista, la freiriana y la de izquierda, a lo que se sumaba el aporte de las diversas expresiones de la psicología social y el psicoanálisis.


SITUACIÓN EDUCATIVA DURANTE EL AÑO 1.973:


Los niños que se identificaban con Mafalda en los años 60 fueron los jóvenes de los 70. La década arrancó con un espectro de manifestaciones de una generación que quería cambiar a la Argentina y concluyó en la dictadura de Videla con el profundo silencio que sucede a la represión.
El nacionalismo popular había vuelto a producir manifestaciones pedagógicas desde fines de los 60 y fue la política de Estado en el plano de la educación desde 1.973 hasta 1.975, es decir, durante el tercer gobierno peronista. Dentro de esta tendencia hubo distintas posiciones, todas las cuales estuvieron representadas dentro de la gestión del ministro Jorge Taiana y lucharon entre sí. En esa gestión pueden distinguirse tres períodos: en el primero fue hegemónica la influencia de la izquierda peronista, que propugnaba una pedagogía nacionalista popular liberadora que sumaba fundamentos de la pedagogía peronista desarrollada entre 1.945 y 1.955, alguna influencia del liberalismo laico y un gran peso de la pedagogía de la liberación. Esta tendencia logró desplegarse en cuatro áreas: la Dirección Nacional de Educación de Adultos (DINEA), a cargo de Carlos Grosso y Cayetano De Lella; la Dirección de Comunicación Social, encabezada por Andrés Zabala; la Dirección de Educación Agrícola del ministerio, a cargo de Pedro Krostch, y las universidades nacionales.
Con excepción de Grosso, los demás formaban parte de un equipo de la Juventud Peronista que asesoró al ministro Taiana durante la primera parte de su gestión. Entre otros, participaban Ernesto Villanueva, Jorge Taiana (h) y Adriana Puiggrós.
Desde la DINEA, en coordinación con los gobiernos provinciales se desarrolló el programa de educación de adultos más importante desde aquellas primeras “escuelas de puertas abiertas” dirigidos por José Berruti a principios de siglo. Entre otras experiencias realizadas en DINEA se destacó la Campaña de Reactivación Educativa (CREAR). La Dirección de Educación Agrícola desarrolló un modelo de educación/trabajo participativo y extendió su labor a todo el país. La Dirección de Comunicación Social fue una experiencia de vanguardia, precursora de un campo profesional que cobró importancia en la década de 1.980. Publicaciones como El Diario de los Chicos, alcanzó el millón de ejemplares, como radioteatros y televisión educativos, películas y discos que fueron parte de la más importante experiencia de relación entre educación y comunicación que ha habido en el país.
Perón en su exilio, tenía la idea de encomendar la Dirección de la Universidad de Buenos Aires, al escritor de conocida posición de la izquierda peronista, Rodolfo Puiggrós. Cuando asumió Cámpora al gobierno cumplió con aquel mandato; muchas otras universidades nacionales fueron dirigidas por intelectuales de la misma tendencia. Las reformas pedagógicas que realizaron en las áreas de docencia, investigación y extensión universitaria contó con el apoyo de los sectores progresistas peronistas, radicales y de izquierda. La modernización curricular, la experimentación de nuevos métodos de enseñanza-aprendizaje y los programas de vinculación entre la docencia, el trabajo y la comunidad fueron importantes, pero quedaron opacados por la lucha política que enfrentó a las tendencias del peronismo.
La derecha antiperonista se opuso tenazmente a la reforma rechazando desde el ingreso irrestricto y la introducción de contenidos vinculados con los problemas nacionales y populares, hasta la tendencia antiacademicista y participativa. La derecha peronista atacó duramente los contenidos de la reforma y disputó violentamente el poder a la izquierda peronista, hasta que logró la intervención de las universidades nacionales al comenzar la gestión de Isabel Martínez de Perón, en septiembre de 1.974. Fue nombrado interventor de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, el sacerdote Raúl Sánchez Abelenda volviendo a una retrógrada situación académica desde este momento.

LA DICTADURA DE 1.976:

A partir del golpe militar de 1.976,  que derrocó a Isabel Martínez de Perón, tres flagelos asediaron a la educación: la represión dictatorial, el desastre económico-social y la política neoliberal. Estos factores sumados produjeron la situación más grave vivida en cien años de educación pública en Argentina, echaron abruptamente del sistema educativo a los nuevos pobres y aumentaron los problemas endémicos, como la deserción escolar y la repitencia. Los síntomas más graves fueron la reaparición del analfabetismo, un problema ya casi inexistente en el país, y el enorme aumento de la delincuencia infanto-juvenil, que acompaña otro nuevo problema, el de los centenares de “chicos de la calle”.
Desde entonces, el promedio nacional de analfabetismo supera el 15% ente los mayores de catorce años; el 37% de la población de quince años y más tiene incompleta su escolaridad primaria; el promedio nacional de la deserción de la educación básica es del 35%, aunque supera el 70% en algunas provincias; en 1.995 el 20% de los estudiantes repitieron el año en los colegios secundarios argentinos.
Hay una situación insostenible en la enseñanza media, convertida solamente en un lugar multitudinario de concentración de chicos que no tienen posibilidades de trabajar ni otros lugares a donde ir. Pero poco se puede enseñar. La voluntad de los docentes y directivos no alcanza para superar los problemas edilicios, presupuestarios y burocráticos, y para contener a los adolescentes que provienen de una sociedad en la cual los valores fundamentales se están perdiendo sin ser sustituidos por otros nuevos.

DICTADURA EN LA EDUACIÓN:

El gobierno de Isabel Perón avaló el desarrollo de las corrientes más retrógradas del Partido Justicialista e inauguró un período de represión en la Argentina. La derecha peronista atacó al Ministerio de Educación del doctor Jorge Taiana, quien debió renunciar en 1.974. Oscar Ivanissevich fue nombrado en su lugar y volvió así a ocupar el mismo cargo que tenía treinta años antes. Nombró rector-interventor de la Universidad de Buenos Aires a Alberto Ottalagano, vinculado con la derecha peronista y con grupos de orientación fascista, y juntos realizaron tareas de limpieza en el área educativa. El sacerdote Sánchez Abelenda, quien los acompañó como decano interventor de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, construyó una imagen perfecta de aquella gestión. La triple A y otros grupos parapoliciales y paramilitares comenzaron acciones que resultaron precursoras de la represión que desataría poco después la dictadura autodenominada Proceso de Reorganización Nacional.
La oligarquía, los sectores financieros, los capitales trasnacionales y las fuerzas armadas tomaron a su cargo restituir al país el orden económico, político, social e ideológico, amenazado por el bloque nacionalista popular, que había llegado al poder durante tres perturbados años.

Se proponían acabar con la alteración de las normas de vida tradicionales y la convulsividad crítica de la sociedad, como condición para regresar al pasado. Pero el viejo país de las vacas gordas y la escuela sarmientina ya no podía resucitar.  Volver al pasado sólo era posible reprimiendo brutalmente toda manifestación político-cultural progresista.  El 24 de marzo de 1.976 se produjo el golpe de Estado, apoyado por sectores civiles adversos a los cambios. La represión contó con el consenso pasivo de parte de la civilidad. En la trama político-cultural argentina estaba muy arraigada la creencia de que el orden autoritario solucionaría los problemas sociales frente a un pueblo míticamente inculto y haragán, incapaz de gobernarse.
En los años siguientes, la política económica de la dictadura de Jorge Rafael Videla, dirigida por el ministro José Martínez de Hoz, atrajo circunstancialmente a sectores de la clase media y favoreció estratégicamente al sector financiero. El país se volcó a la especulación. La represión más brutal de la historia argentina actuó contra el movimiento obrero atacando sus bases económicas y sociales de sustentación y sus expresiones políticas y sindicales, y contra el conjunto de las vertientes progresistas y de los grupos revolucionarios.
La dictadura produjo decenas de miles de muertos, desaparecidos, presos y exiliados. La figura del desaparecido pasó a ocupar un lugar siniestro en el imaginario de los argentinos y marcó una huella profunda en su cultura. La dictadura consideró la educación como un campo que había sido especialmente apto para el florecimiento de la “subversión”. Para contrarrestar tal antecedente, supo establecer una profunda coherencia entre las política económico-social, la represión y la educación.
El autoritarismo de Estado y el conservadurismo antiestatista oligárquico se confunden en este período con el amanecer del neoliberalismo, comenzaron el estrechamiento del Estado y la privatización de la función pública, el deterioro del empleo público, el desmantelamiento de la industria nacional y la destrucción de la producción cultural propia.

El personalismo autoritario y la educación para la seguridad nacional:

Ricardo Bruera fue ministro de Educación de la dictadura desde la asunción del gobierno militar en 1.976 hasta mediados de 1.977. Su concepción pedagógica se caracterizó por una bizarra articulación entre libertad individual y represión fundamentada en el personalismo, filosofía de base aristotélico-tomista desarrollada por el español Víctor García Hoz. Bruera, que sostenía que la libertad tiene como precio el previo establecimiento del orden, postulaba una modernización educativa donde primaran el conductismo y la tecnocratización del sistema educativo. Se trataba de modernizar la educación incorporando alta tecnología a una red educacional que estaría centralizada y controlada desde instituciones privadas y organismos estatales. El ministro exaltaba en sus discursos la “personalización” de la enseñanza y prometía libertad, para después de la limpieza ideológica de los establecimientos educativos.
Se dirigía a receptores existentes, ya que una buena parte de la clase media estaba dispuesta a escucharlo. En vez de prestar atención a la crueldad de las acciones que el régimen cometía en esos momentos, se interesó en las promesas gubernamentales de dar a sus hijos una educación para la libertad y el desarrollo individual.
El proyecto de Bruera ofrecía una educación basada en teorías seudolibertarias que se ponían de moda, pero autoritaria y meritocrática en su filosofía. La frivolidad de la clase media argentina fue la base sobre la cual Bruera intentó levantar su edificio ideológico. El período se caracterizó por la clausura definitiva de los proyectos educativos democráticos que aún subsistían cuando asumió el gobierno dictatorial, por la represión de funcionarios, docentes y estudiantes y por el comienzo del traspaso de las escuelas a las municipalidades. En la caída de Bruera intervino la exigencia de un lenguaje más directamente represivo por parte de las Fuerzas Armadas.
En julio de 1.977, la Junta Militar aprobaba el Proyecto Nacional. Este incluía los rasgos generales de la política educativa que consideraba pertinente implementar el Ministerio de Planeamiento, a cargo del general Díaz Bessone. El rubro enseñanza fue redactado por el doctor José Luis Cantini, quien había sido ministro de Educación de los militares Levingston y Lanusse. El documento delineaba la educación argentina “tomando como horizonte temporal el comienzo del siglo XXI”, aunque su lenguaje y su concepción esencialista y autoritaria revelaban un resurgimiento del más arcaico nacionalismo católico argentino.
El profesor tucumano Juan José Catalán fue coherente con esta visión y, asumió como ministro de Educación en junio de 1.977. Acorde con la mística que acompañaba al proceso represivo, el nuevo funcionario manifestó que las Fuerzas Armadas no representaban a un sector político sino que eran depositarias de la responsabilidad histórica de revertir la decadencia y desjerarquización que vivía el país. Aclaró que no se refería a las meras manifestaciones callejeras, que consideraba controlables, sino a los cambios en las relaciones jerárquicas-entre el patrón y el obrero, el padre y el hijo, el profesor y el alumno-, que habían iniciado la destrucción y desintegración social.
Según el ministro la crisis que vivía el país era espiritual; por ello proponía una profunda renovación de nuestros hábitos mentales y una adecuación de nuestras pautas de comportamiento a los valores sustanciales de la cultura occidental y cristiana. Para alcanzar esa meta sería necesario crear un “clima cultural” a través de la enseñanza y de los medios de difusión.
En octubre de 1.977 el Ministerio de Cultura y Educación de la Nación publicó un documento de circulación restringida, titulado Subversión en el ámbito educativo, cuyas 76 páginas estaban acordes con la Doctrina de la Seguridad Nacional. El folleto lleva la firma del ministro Catalán y sostiene que ya es hora de incorporar en la educación y la cultura conceptos tales como guerra, enemigo, subversión e infiltración.
Con la categoría subversión se refiere explícita e implícitamente a las acciones reivindicativas de la clase obrera y a los ataques a la propiedad, así como a la desjerarquización de los roles tradicionales (generacionales, sexuales, de clases, etc.), todo lo cual, considerado expresión de la agresión marxista internacional, se extiende a la totalidad del campo democrático y popular. Es guerra, en el folleto, un conflicto que abarca enfrentamientos entre las naciones, pero también entre “grupos sociales organizados políticamente”. Ejemplos de esos enfrentamientos son la lucha de clases, los ataques a la familia tradicional-como la promoción del divorcio y la unión libre- y las organizaciones feministas, de ancianos o de juventudes. El documento explica que la subversión trataba de establecer nuevos vínculos pedagógicos y que la acción docente era el campo más propicio para su avance. Por esa razón se debía desplegar la contrainsurgencia en la comunidad educativa, para detener la “agresión total” del marxismo, que se apoyaba en los docentes, los intelectuales, los medios de comunicación y la acción cultural en general. Las universidades debían ser especialmente atendidas por los programas contrainsurgentes, dado que en ellas se desplegaba la mayor potencialidad de la infiltración marxista y peronista, vinculada con el reformismo universitario. El documento señala que existían docentes que eran “custodios de nuestra soberanía ideológica”, dando como ejemplo a Ottalagano e Ivanissevich.
Catalán era un hombre del régimen pero la jerarquía eclesiástica prefirió colocar en el sillón del ministerio a alguien propio, por lo cual fue reemplazado por Juan Llerena Amadeo. Este militante de la derecha católica declaró que la educación debería defender los valores tradicionales de la patria, amenazados por el marxismo, que atentaba contra la moral y la cultura argentinas. El catolicismo tradicionalista que él representaba constituía la forma de pensar de los grupos más privilegiados del país.
El ministro combinó los términos de esa doctrina con el oscurantismo más recalcitrante. El rol del Estado fue definido como subsidiario; en cambio se dio un lugar prioritario a la Iglesia y a la familia como agentes de la educación. La cultura grecorromana, la tradición bíblica y los valores de la moral cristiana eran los ejes sobre los que se educaría a un hombre capaz de enfrentar el mundo. Los jóvenes aprenderían así a distinguir entre el bien y el mal. Decía el ministro: “Y en esto soy intransigente. (…) Sin Dios ni moral no hay país posible”.
Al igual que en otros momentos de la historia argentina, la oligarquía no consiguió armonizar un programa educativo liberal-católico con la necesidad de imponer un orden conservador para afianzar el programa económico, también liberal. En el esquema de Llerena Amadeo, como en el de Bruera, el más crudo autoritarismo era justificado por su carácter de condición sine qua non para alcanzar la libertad. El Estado dictatorial argentino fue altamente intervencionista en el sistema educativo. Continuó la descentralización escolar y se transfirieron los establecimientos primarios a las provincias y municipalidades sin los fondos necesarios para su mantenimiento.
Se pretendía romper el eje del sistema de educación pública para acelerar la privatización. La prohibición de importación, publicación y venta de libros considerados subversivos abarcó, dentro de una larga lista, la obra del poeta chileno Pablo Neruda, junto con El Principito de Saint Exupéry, los trabajos de Ma. Elena Walsh y Elsa Bornemann, las enciclopedias de Salvat y Universitas, los poemas de Jacques Prevert y muchas obras de las editoriales de Fondo de Cultura Económica, Siglo XXI y Amorrortu.






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